Abrió los ojos, aun no amanecía. Llevo las manos al alma, ese lugar donde el esternón se inflama y se comprime. Agradeció la herida, agradeció la vida. Invocó al ángel, invocó al animal, invocó al viento, invocó a sus ancestros, invocó a la selva viva, profunda. Se dejo nacer, porque de la muerte ya conocía muchos caminos. Entonces fue que recordó sus nombres, todos sus rostros, todas las que fue, las que pudo haber sido. La herida creció, se expandió al pasado, vida tras vida. La herida reverdeció, palpito su fuego, su ardor primigenio, la herida es también una criatura viva. Entonces se abandonó, acepto sus nombres, sus rostros, sus muertes, sus caminos, sus búsquedas. Sintió ternura por cada experiencia y por cada dolor, por cada necesidad por cada renuncia, sintió ternura por sus formas, por su cuerpo de ahora, por su nombre y se acepto con manso amor, con amor agradecido, amor de nueva oportunidad, amor de saberse vivo. Dio gracias a su cuerpo de ahora por el camino andado juntos, dio gracias por la sabiduría otorgada, por la posibilidad de sanar y seguir camino.
Cerro los ojos, se dejo llevar y comenzó a fluir por las corrientes que susurra el aire, las ramas de los árboles, el ritmo de ríos.
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