Ofrendo mi cuerpo a la tierra.
Me pertenece.
Le pertenezco.
Mi savia es del agua verde de tus ríos de luz.
Piedra del cerro de fuego.
A cinco pasos de la oscuridad.
Giro, levanto mi falda.
Me sumerjo en el río.
Me olvido de mis suspiros en vano.
De mis suspiros perdidos.
Canto y salpico mi fuego sobre el camino.
Me olvido de la tumba de mi pecho.
Soplo aire nuevo sobre mi pájaro dormido.
Aleteo, doy calor a mis hijos.
Hijos de mis sueños.
Y de mis labios heridos.
Flores de manzanilla.
Enredadas en mi cabello.
Madera del palo santo,
En el que me duermo.
Abro las puertas de mi alma.
Y sonrío.
Sonríe la aborigen con sus marfiles buenos.
La loba de mi sombra.
Se prepara para correr de nuevo.
Desde mi lugar del río.
Giro de nuevo.
Me levanto de apoco.
Muy lentamente.
Pero no me detengo.
Mis trenzas fundidas.
Son una tunica nueva.
De oscuras ondas.
Cubriendo en retazos mis senos.
Abro ojos y boca de luna.
A la cancion.
De los vivos y los muertos.
Que abrigue la lluvia… en sus cortinas de estrellas.
Y fecunde mi silencio.
Para que la voz de mi cuerpo se escuche.
Detrás de aquellos cerros.
Mi amante… dormido de fuego en la altura.
Gira sobre se mismo y estalla.
Una y otra vez.
Me posee con sus rayos de fuego.
En las primeras horas.
Desde el primer perfume del viento.
Ahora me entrego a la tierra.
Para renacer.
Para morir herida de luna y espejos.
Para volver a ser,
De agua verde del río.
Que recorre mi cuerpo.
Y renueva mi piel.
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